Bryant Lin estaba de pie frente a su clase en Stanford en septiembre, probablemente una de las últimas que impartiría.
Con solo 50 años y no fumador, le habían diagnosticado cáncer de pulmón en estadio 4 cuatro meses antes. La enfermedad es terminal, y Lin calculó que le quedaban unos dos años antes de que el medicamento que tomaba dejara de hacer efecto. En lugar de retirarse del trabajo, decidió dedicar el trimestre de otoño a impartir un curso sobre su propia enfermedad.
Los cupos de la clase se llenaron casi de inmediato. Ahora la sala estaba a rebosar, algunos alumnos se vieron obligados a sentarse en el suelo y otros fueron rechazados por completo.
“Es todo un honor para mí”, dijo Lin, con la voz entrecortada. “El hecho de que quieran apuntarse a mi clase”.
Les dijo a sus alumnos que quería empezar con una historia que explicaba por qué había elegido dedicarse a la medicina. Tomó una carta que había recibido años atrás de un paciente que se estaba muriendo de una enfermedad renal crónica. El hombre y su familia habían tomado la decisión de abandonar la diálisis, sabiendo que pronto moriría.
Lin se ajustó las gafas y leyó, de nuevo con un nudo en la garganta.
“‘Quería darte las gracias por cuidar tan bien de mí en mi vejez’”, leyó, citando a su paciente. “‘Me trataste como habrías tratado a tu propio padre’”.
Lin dijo que este último acto de gratitud le había dejado un impacto duradero. Explicó que había creado este curso de 10 semanas para la facultad de medicina, “Del diagnóstico al diálogo: la batalla en tiempo real de un médico contra el cáncer”, con intenciones similares.
“Esta clase es parte de mi carta, parte de lo que estoy haciendo para devolver a mi comunidad mientras paso por esto”, dijo.
Más tarde, un estudiante de primer año de 18 años, en su primera semana en Stanford, se puso al día con una grabación de la clase, que también estaba abierta a estudiantes que no pertenecían a la facultad de medicina. El curso se había llenado antes de que pudiera matricularse, pero tras enviar un correo electrónico a Lin, recibió permiso para seguirlo en línea. Tenía preguntas que necesitaban respuesta.
De médico a paciente
La primavera pasada, Lin desarrolló una tos persistente que cada vez se volvía más fuerte. Una tomografía computarizada mostró una gran masa en sus pulmones, y una broncoscopia confirmó el diagnóstico: cáncer. Había hecho metástasis en el hígado, los huesos y el cerebro, donde había 50 tumores cancerosos. Está casado y tiene dos hijos adolescentes.
El diagnóstico fue especialmente cruel dado su trabajo. Lin, profesor clínico y médico de atención primaria, fue uno de los fundadores del Centro de Stanford para la Investigación y Educación en Salud Asiática. Una de sus prioridades ha sido el cáncer de pulmón en no fumadores, enfermedad que afecta desproporcionadamente a las poblaciones asiáticas.
Lin, que se describe a sí mismo como una persona “alegre”, es conocido por su estruendosa risa y su voz hecha para la radio. Un antiguo mentor lo llamó “flautista de Hamelín” de las ideas, alguien capaz de reunir a la gente en torno a una visión. Además de su otro trabajo, dirige el programa de humanidades médicas de Stanford y ha patentado dispositivos médicos.
En todos los papeles que desempeña, insiste en que las personas son el centro de la práctica médica. Dijo que intenta emular a un “médico rural de los de antes” y que una vez ayudó a organizar una fiesta del centenario de uno de sus pacientes.
Lin se enteró de que su cáncer avanzaba rápidamente. Sentía dolor en la columna y las costillas, y su peso disminuyó. Su médico lo sometió a una terapia dirigida diseñada para atacar la mutación específica que provocaba su cáncer. También se sometió a quimioterapia, que le provocó náuseas y llagas en la boca.
“Un día en la vida de un enfermo de cáncer”, dijo en un diario en video que empezó a llevar tras su diagnóstico. “Supongo que en eso me he convertido. Más que en un padre o un marido”.
Tras unos cuantos ciclos de quimioterapia, su respiración y su tos empezaron a mejorar, y los escaneos mostraron reducciones drásticas de la extensión del cáncer. Siguió viendo pacientes y dando clases, y empezó a pensar qué hacer con el tiempo que le quedaba.
El paciente de diálisis moribundo había escrito una carta porque quería que Lin supiera que lo apreciaba. Lin tenía un par de ambiciones para su propio mensaje a sus alumnos. Le gustaba pensar que algunos de ellos, tras haber tomado su clase, podrían dedicarse a algún aspecto de la atención oncológica. Y quería que todos ellos comprendieran la humanidad que está en el centro de la medicina.
El modelo de la ‘atención primaria’
La clase de Lin se reunía durante una hora cada miércoles. Una semana, dirigió una sesión al tema de cómo mantener conversaciones difíciles, en la que subrayó que los médicos deben ser lo suficientemente honestos como para decir “no lo sé” cuando sea necesario, una respuesta que él tuvo que aceptar como paciente en medio de las incertidumbres de su propio diagnóstico.
En otra clase, habló de cómo la espiritualidad y la religión ayudan a algunos pacientes a afrontar el cáncer. Aunque él no es religioso, dijo que lo reconfortaba que otros se ofrecieran a rezar, cantar o encender una vela en su nombre.
Y en una sesión sobre el impacto psicológico del cáncer, Lin habló de la decepción que sintió después de que un escaneo mostrara que algunos de sus tumores se habían reducido, pero no habían desaparecido, porque, en el fondo, seguía teniendo la esperanza de un milagro.
Impartió las sesiones utilizando lo que describió como el modelo de la “atención primaria”. Él era el punto de contacto inicial, compartiendo cómo le había afectado su diagnóstico de cáncer, pero derivaba a sus alumnos a especialistas —ponentes invitados— cuando se necesitaba una mayor exploración.
Una de sus primeras invitadas fue Natalie Lui, cirujana torácica y experta en cáncer de pulmón. De pie frente a un conjunto de diapositivas, situó el diagnóstico de Lin en el contexto más amplio del cáncer de pulmón entre los no fumadores, sobre todo en las poblaciones asiáticas.
“En EE. UU., alrededor del 20 por ciento de las personas diagnosticadas con cáncer de pulmón nunca han fumado”, dijo. “Pero en las poblaciones asiáticas y en las poblaciones asiáticoestadounidenses, eso podría ser realmente de hasta el 80 por ciento en algunos grupos raciales y étnicos”, añadió, y las mujeres chinas son especialmente propensas a recibir ese diagnóstico.
Para una clase sobre cuidados, Lin trajo a Christine Chan, a quien presentó como “mi maravillosa esposa”. Los alumnos, algunos con bata, habían estado charlando y riendo, pero guardaron silencio cuando empezó la sesión. Las sillas se acercaron y una persona se puso de pie para ver mejor.
Al igual que su marido, Chan suavizaba las verdades difíciles con una sonrisa, mirando a los ojos a los estudiantes en el público. Hablaba a los alumnos como si ellos mismos fueran o fueran a convertirse en cuidadores.
Chan dijo que al principio se sintió abrumada, enterrada en una terminología médica que no entendía. Deseosa de dar a su marido la mejor oportunidad de seguir sano, intentó eliminar los embutidos y la carne roja de su dieta, pero se sintió decepcionada cuando él rechazó algunos de los nuevos alimentos que ella preparaba. Aunque animó a los cuidadores a apoyarse en amigos y familiares, advirtió que coordinar las ofertas de ayuda bienintencionadas podía convertirse en una tarea en sí misma.
Egresada del MIT y gerente de programas en Google DeepMind, reconoció que dejar de lado su instinto de planificar el futuro había sido difícil.
“Tenemos que pasar por esto un día a la vez”, dijo. Lin asintió con la cabeza.
Un trabajo aún por terminar
Al ver a Lin enseñar, a menudo me preguntaba qué pensaban sus alumnos, muchos de ellos adolescentes y veinteañeros. ¿Qué sentían al encariñarse con él como profesor, sabiendo que su pronóstico era tan funesto?
Cuando pregunté, algunos utilizaron la frase “oportunidad única en la vida” para describir el curso. Otros consideraron que Lin era valiente y dijeron que si ellos estuvieran en su lugar, probablemente no darían clase.
Pero un número significativo de estudiantes dijeron que estaban confusos. Se habían apuntado al curso esperando algo más “existencial”, como lo expresó un estudiante. Estaban preparados para una experiencia emocional desgarradora. Pero, salvo que se le entrecortó la voz durante la primera clase, Lin se mantuvo firmemente optimista, e incluso bromeaba.
Cuando su esposa habló a los estudiantes sobre mejorar su dieta, fingió alarma: “Dije: ‘¡Yo no como esta comida!’”. Y cuando interrogó a su oncólogo, otro ponente invitado, sobre lo que podría venir después para las personas que desarrollaran resistencia al fármaco que él tomaba, Lin bromeó: “¡Lo pregunto para un amigo!”.
A algunos alumnos les resultaba difícil conciliar esta actitud optimista con la gravedad de su diagnóstico. Gideon Witchel, de Austin, Texas, era uno de ellos. Era el estudiante de primer año de 18 años que había visto en su dormitorio una grabación de la primera clase. Desde entonces se había abierto un lugar, y ahora estaba matriculado.
Cuando Witchel tenía 5 años y su hermana 3, a su madre, Danielle Witchel, le diagnosticaron cáncer de mama, pero él nunca había hablado con ella del tema en profundidad. Nunca había podido decirle: “Cuéntame la historia de tu cáncer”. Asistía a la clase de Lin con la esperanza de que le ayudara a iniciar esa conversación.
Uno de los recuerdos más intensos que tenía de la enfermedad de su madre era el de jugar con sus pañuelos de colores mientras ella estaba sentada en el sofá, calva. Pero al mirar atrás, se sentía intranquilo. La idea de que pudiera haber muerto le aterraba.
Durante la sesión sobre espiritualidad, surgió la idea del control, y eso dio a Witchel la oportunidad que necesitaba para acercarse a Lin. Se quedó después de la clase y preguntó al profesor si había elegido dar la clase para recuperar la sensación de control sobre su diagnóstico.
Lin respondió sin vacilar: no. Dijo que intentaba no pensar en lo que estaba fuera de su control. “Soy muy consciente de que me queda poco tiempo”, dijo. “Así que pienso en eso. ¿Cómo voy a vivir mi vida hoy? ¿Vale la pena emplear mi tiempo en esto?
Dijo que la clase valía la pena. “¿Tiene sentido?”
“Es poderoso”, dijo Witchel. “Es impresionante que hagas esto”.
“Sabes, creo que si tuviera 20 años, sería diferente”, respondió Lin. Dijo que su trabajo como médico quizá le había permitido afrontar la situación más rápidamente de lo que lo harían otras personas. Volvió a preguntar: “¿Tiene sentido?”.
Witchel asintió, y Lin sonrió, esta vez encogiéndose de hombros.
A veces, en privado, Lin era menos optimista de lo que parecía en clase. Más de una vez, me dijo, volteó a ver al paso del tiempo y pensó: “Vaya, ha sido una semana rápida”.
Cuando veía a una persona mayor, se acordaba de que probablemente no viviría hasta esa edad. Lo que le dolía no era perder la oportunidad de envejecer, sino lo que representaba envejecer: la oportunidad de asistir a las graduaciones de sus hijos, de verlos crecer y formar sus propias familias. La expectativa de pasar sus últimos años con su esposa.
Lin y Chan habían hablado a sus hijos de su diagnóstico, pero no estaban seguros de que comprendieran plenamente lo que significaba. Era difícil pensar que un hombre se estuviera muriendo cuando parecía tan sano como Lin. “Piensan que papá puede ocuparse de todo, arreglarlo todo, resolverlo todo”, dijo Lin.
Se refería a la clase como su carta a los alumnos, pero había redactado una carta de verdad a sus hijos para que la leyeran cuando él ya no estuviera.
“Esté aquí o no, lo que quiero que sepan es que los amo”, escribió. “De las muchas cosas que he hecho y que han dado sentido a mi vida, ser su papá es la más grandiosa de todas”.
El ‘hombre más afortunado’
Para la última clase, celebrada un día soleado de diciembre, Lin y sus alumnos se reunieron en una biblioteca del Hospital de Stanford. Las paredes de la sala eran cristales que dejaban ver las colinas y las plantas floridas del jardín de la azotea contigua. Los alumnos se desbordaban de los asientos designados y llegaban hasta un grupo de computadoras, y el bibliotecario estaba apoyado en una de las secciones de estanterías para observar.
Casi al final de la clase, Lin estaba parado de frente a la sala, doblando y desdoblando un trozo de papel donde había impreso sus observaciones finales. Había llegado el momento de terminar su carta.
Pronunció lo que llamó su versión del discurso de despedida de Lou Gehrig, refiriéndose al jugador de béisbol del Salón de la Fama de los Yankees de Nueva York, quien murió a los 37 años de esclerosis lateral amiotrófica, o ELA, una enfermedad neurológica incurable.
Lin volvió a desdoblar el papel, esta vez por completo.
“Durante el último trimestre, han estado oyendo hablar de la mala suerte que tuve”, dijo, haciéndose eco de partes del discurso de Gehrig en el Yankee Stadium. “Sin embargo, hoy me considero el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra”.
Con eso, se le hizo un nudo en la garganta. “Claro que tengo suerte”, dijo. Dijo que tenía suerte de tener a sus dos hijos, que traían alegría y risas a su casa. A sus ayudantes, quienes hicieron posible el curso. A la comunidad de Stanford, sus colegas y la gente del centro de salud asiática. A sus estudiantes y residentes. A sus pacientes. A sus amigos. A sus padres. A su esposa.
“Así que concluyo diciendo que puede que haya tenido un golpe de mala suerte, pero tengo muchísimo por lo que vivir”, dijo. “Gracias. Ha sido un honor”.
Parecía claro que Lin había conseguido al menos algunos de sus objetivos. Cuando preguntó a los estudiantes si estaban pensando en carreras relacionadas con el tratamiento del cáncer, aproximadamente un tercio levantó la mano. Los que pensaban ser médicos me dijeron que recordarían la historia de Lin cuando trataran de comprender la experiencia de estar enfermos de sus pacientes.
Pero la clase conmovió a los estudiantes de formas que Lin no había previsto. Hablé con varios estudiantes que dijeron que habían aconsejado a sus padres que se hicieran pruebas de detección del cáncer de pulmón. Un estudiante de maestría me dijo que estaban integrando vocabulario sobre el cáncer de pulmón en la clase de mandarín para médicos practicantes que tenían previsto ayudar a impartir en invierno.
Para Witchel, el efecto del trimestre fue más personal. Por fin había hablado con su madre sobre su cáncer.
Me contó su historia mientras estábamos sentados en una mesa fuera de Tresidder Memorial Union, un centro para estudiantes en el centro del campus. Su madre había venido a visitarlo durante el otoño, y él le había hablado de la clase de Lin y abordado el tema con ella. La clase había eliminado el tabú de su pensamiento, y pudo empezar a hablar sin la incomodidad que antes esperaba sentir.
Se enteró de que ella tenía algo en común con Lin: las cartas.
Durante su enfermedad, Witchel había escrito mensajes a familiares y amigos. Algunos luchaban con la incertidumbre sobre si sobreviviría, así como con el efecto que su diagnóstico podría tener en sus hijos. Se convirtieron en una forma de procesar lo que estaba viviendo y de conectar con sus seres queridos.
“Ha habido un ir y venir entre una experiencia muy privada y una muy pública, y ambas me han dado fuerza”, escribió en una de ellas.
Después de entrar en remisión, recopiló los escritos junto con los historiales médicos, fotografías y otros documentos en un libro atado con una cinta. Cuando Witchel volvió a casa para las vacaciones de Acción de Gracias, se sentó en la mesa de la cocina con el libro y sus padres, su madre entre él y su padre.
Juntos, alternaron la lectura del libro con conversación. Reían y lloraban. Por primera vez, Witchel sintió que interactuaba con su madre como un adulto.
En sus cartas, oyó ecos de la filosofía de Lin. En un pasaje, su madre escribió sobre los rompecabezas esparcidos por las salas de espera del hospital donde la atendían. Rompecabezas difíciles con cientos de piezas que “ninguna persona podría terminar por larga que fuera la espera”.
Tal vez ese fuera el objetivo, escribió. No terminar algo, sino intentarlo.